la nostalgia de una librería

La nostalgia de una librería

Cecilia Colón H.

Este fin de semana fui al Centro de la Ciudad de México, uno de mis lugares preferidos; después de la pandemia el panorama ha cambiado mucho, pues varios de los negocios que a mí me gustaban para ir a comer o comprar cosas que necesito, resulta que los han ido cerrando poco a poco, es una lástima, pues te hablo de negocios que llevaban décadas de existir, que formaban parte del paisaje y las referencias del Centro, sin embargo, la vida sigue, las cosas se transforman y, en ocasiones, parece que hay un renacimiento, pero en otros casos, no, lo que se acabó ya no vuelve a florecer.

Caminé el sábado por la calle de Madero, que ahora es peatonal y hace varias décadas era una de las calles más elegantes de esta ciudad, sus losas de adoquín le daban un aspecto de refinamiento. ¿Sabías que antes su nombre era diferente? La calle se dividía en dos grandes bloques; el primero era del Eje Central Lázaro Cárdenas o San Juan de Letrán (yo prefiero este segundo nombre) hasta más o menos la mitad de las cuadras antes de llegar al Zócalo y llevaban por nombre San Francisco, en referencia al gran convento franciscano que se ubicaba en esa esquina, cuyo lugar lo ocupa ahora la Torre Latinoamericana, entre otros muchos edificios, y que cubría varias cuadras, pues durante La Colonia fue el más grande, antes de las Leyes de Reforma, por supuesto, cuando se cambió la traza de la ciudad y se hicieron cuadras más pequeñas para partir varios de los conventos que había.

 

la nostalgia de una librería

El segundo bloque que cubría de la mitad de esas cuadras hasta el Zócalo se llamaba Plateros porque ahí se localizaban las personas que trabajaban la plata y otros minerales y piedras preciosas; si te das cuenta, esa calle está llena de joyerías, pues ésa es su vocación. Fue a partir de que se acabó la Revolución Mexicana cuando se le cambió el nombre por Francisco I. Madero a toda la calle. Es famosa la fotografía en donde Pancho Villa, subido en una escalera, le quita el velo que cubre la placa de la calle con el nombre actual.

Pues bien, justo en esa calle, en el número 12, se encontraba una de las librerías de más prosapia de esta ciudad, la Librería Madero, un local de techos altos, muy largo, lleno de libros y entrar a ella cruzando la puerta de vidrio era como entrar a una cofradía atendida por uno de los libreros más famosos: don Enrique Fuentes y su ayudante don Álvaro Flores; ambos, hombres de gran sapiencia, amabilidad y una conversación que sólo los invitados a ese lugar podíamos tener.

Los grandes estantes de madera que cubrían aquellas enormes paredes siempre estaban repletos de libros, sin embargo, don Enrique y don Álvaro, como dos sacerdotes que conocen el ritual, siempre encontraban el libro que los clientes buscábamos, a veces, con ansia febril. La memoria de ellos era impresionante, pues si tenían el libro, daban con él inmediatamente; si no era así, procedían a buscarlo y en unas cuantas semanas llegaba el ansiado ejemplar a las manos de su nuevo dueño.

Cuando yo conocí a don Enrique, allá por los años 90, entrar a la librería se volvió para mí algo indispensable cada vez que acudía al Centro, invariablemente pasaba a saludarlo y poco a poco formé parte de esa cofradía que tanto gustaba de ir allí y tanto la librería como quienes la atendían formaban parte del paseo obligado y de una familia que poco a poco se agrandaba.

 

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Sin embargo, un día la librería tuvo que cambiar de domicilio y se mudó a la esquina de San Jerónimo, patrono de los escritores, e Isabel la Católica. Allí abrió nuevamente sus puertas en un edificio del siglo XVII que ostentaba una placa recordando que allí había nacido el gran intelectual Daniel Cosío Villegas, de quien don Enrique también tenía varios libros en el negocio. Y hasta allí lo seguimos todos los hermanos de esta cofradía intelectual y llena de curiosidad y sapiencia.

Desafortunadamente, tanto don Enrique como don Álvaro murieron en marzo del año pasado, justo antes de que empezaran a poner las vacunas contra el Covid. La noticia nos dejó consternados a todos los miembros de la cofradía, a mí me rebasó por completo y durante días mi mente recorría los estantes de mis libreros haciendo un inventario mental de todos los libros que le compré y que me regaló, los que me consiguió por necesidades de mis investigaciones y los que desde que entraba a la librería parecían seducirme y me atraían con deseo irrefrenable para adquirirlos.

Este fin de semana que estuve en el Centro pasé por la calle de Madero y vi el número 12, ahora es un bazar llamado simplemente “Madero”, entré no con el afán de comprar nada, sino para intentar recordar lo que durante muchos años había allí y que era mi pasión: los libros y la lectura. Sin embargo, mucho trabajo me costó recrear en mi memoria ese santuario de los libros, todo estaba cambiado, nadie que entrara ahora al bazar podría imaginar que allí había una librería de tanta importancia para quienes buscamos libros antiguos y agotados.

Ya no me atreví a regresar a San Jerónimo e Isabel la Católica, no quise pasar por ese “nuevo” local que albergó durante algunos años a mi librería favorita. ¿Qué hay ahora allí? No lo sé. El recuerdo y la nostalgia me han impedido llegar a esa esquina, he preferido refugiarme en las calles de mis recuerdos, caminar por ellas y estrechar nuevamente la mano de don Enrique y don Álvaro, mis viejos amigos y sacerdotes de esta cofradía amante de los libros viejos.