El reencuentro

El reencuentro

Cecilia Colón H.

A mi Miguelo

¿Cuál podría ser el mejor adjetivo para una noche especial: suave, melancólica, tibia? Lo único que sé es que las pinceladas negras del cielo le dieron el color de la clandestinidad. Era una negrura que anunciaba algo singular; la luz de la luna iluminaba tenuemente el camino, los árboles cuyas sombras se alargaban y ocultaban los nombres de las lápidas mantenían ese tinte nostálgico. Todo era calma en ese cementerio, el suave aroma de los nardos hacía que la oscuridad se disipara un poco y los que estaban allí suspiraron con las oleadas del perfume.

Una insinuación apenas se podía adivinar en la puerta del mausoleo que guardaba los restos de varias personas que habían hecho su tránsito a mejor siglo; la puerta era de vidrio con un fuerte armazón de fierro forzado, ¿para qué? ¿Quién querría abandonar ese lugar tan bello, tan limpio, tan callado?

Las 12 campanadas se escuchaban en la capilla y envueltos en ese sonido, unos pasos iniciaron su camino desde las lápidas que estaban en la pared hacia el mausoleo. Eran unos pasos suaves, sin prisa que acortaban una distancia extraña, ¿a dónde iban?, ¿a quién querían ver? La luna alumbró su camino, también ella sentía curiosidad. ¿Hacia dónde se dirigía esa alma que tenía su cuerpo original… a la salida?… Eso estaba prohibido, era mejor que los muertos y los vivos no se mezclaran, siempre sucedían cosas raras y el resultado de ese cruce de líneas acababa mal. Sin embargo, él no buscaba la salida, sus pisadas se dirigían por la vereda que llevaba al mausoleo.

Mientras tanto, en esa enorme cripta sucedía otro milagro. Ella se había levantado y el sudario blanco que cubría su cuerpo yacía en el suelo, ahora estaba cubierto por uno negro, siempre lo había querido, pero su familia había insistido en el sudario blanco y como ella ya no podía defenderse porque… “¡Qué hermosa es la muerte!”, pensó con suavidad. “Me siento perfecta, nada me duele, estoy tranquila, no tengo que decidir nada sobre el mundo de los vivos, ¡que se maten entre ellos! Son tan pueriles. Tienen tantas ataduras a la tierra y a las cosas, para lo que les va a servir cuando lleguen a este lugar”.

Mientras Cecilia pensaba esto, se encaminó a la salida. Desde que estaba viva su esposo le dijo que la puerta del mausoleo sería un problema, ¿Cómo la abriría llegado el momento? “¡Los hombres se ahogan en un vaso de agua!”, se dijo en voz baja, no quería despertar a los vecinos. Apenas se acercó a la puerta de cristal, ésta se abrió lentamente, el tiempo no importaba. Cecilia salió y trató de respirar profundamente, pero recordó que ya no lo necesitaba, sin embargo, era capaz de percibir los olores, de notar el aire apacible que parecía regodearse en el panteón y escurrirse entre las cruces, los árboles y las tumbas para después darle una vuelta a su cuerpo enfundado en el sudario negro.

Por el camino apareció Miguel que ya se acercaba a ella. Sus miradas se encontraron y después sus brazos y luego sus bocas. El reencuentro había tardado unos años terrenales, pero sólo habían pasado unos minutos en la eternidad.

—¿Me extrañaste?

—Mucho, contaba los días que faltaban para vernos, pero como no habíamos pactado una fecha específica, la espera fue más larga. —Le dijo ella mientras se acunaba en su pecho.

—Pero al fin estamos juntos. Parece que fue ayer cuando te dejé de ver.

—No cabe duda de que tu tiempo fue diferente al mío, pero ya estamos aquí.

—Por todo lo que sigue.

Mientras sus sombras se desvanecían, otras más también se reencontraban… ¿Será que sí hay vida después de la muerte o es sólo un hechizo nocturno producto de la imaginación?